TEXTO: RAUL RODRIGUEZ PAGES
PRELIMINAR.-
Existe un mundo que se desmorona, se desgrana, se difumina. Es el lugar donde circula el rico legado de anécdotas, sucesos, decires y expresiones que un día causaron la hilaridad o el temor de sus contemporáneos y prendieron en la corriente de la transmisión oral.
Algunas de las narraciones pierden interés cuando las generaciones siguientes ya no conocieron a sus protagonistas, otras cambian según se cuentan hasta no parecerse a los hechos que las inspiraron, las más se bifurcan dando lugar a versiones distintas de una misma historia. En estos días, en la web de Padronel se colgaba la anécdota de un personaje de El Paso pródigo en la generación de fábulas. Las invocadas por los comentaristas de esa página sucedieron hace alrededor de ochenta años y exponían dos versiones generadas por el personaje en cuestión, para uno en S/C de La Palma, para otro en El Paso y en ambos lo que dice el protagonista tampoco es exactamente igual, pero es que, además, conozco otra versión de los hechos que no coincide con ninguna de las expuestas. Tres versiones en ochenta años.
Todas las anécdotas que me han contado han sucedido dentro de los últimos cien años, sus personajes principales ya no están entre nosotros, pero sí sus descendientes directos y pueden estos no participar de la opinión de quienes creen que la volatilidad de la transmisión oral debe ser fijada mediante la escritura como patrimonio de todo el pueblo, sobre todo si en esas narraciones aparecen los nombres de sus ancestros.
Dicho esto, me tomo la libertad de recoger una tercera historia y el atrevimiento de escribirla, sobre todo cuando procede de una fuente que almacena decenas y tiene además la enorme capacidad de contarlas por sí de forma magistral.
Con la enorme pérdida que supone borrar el nombre de sus protagonistas, ahí queda esto
UN JUICIO DE LA POSGUERRA (Los ladrones de pencas)
Dos muchachos de corta edad, en días distintos y en lugares distantes dentro del municipio fueron sorprendidos por el Guarda Jurado que contratado por los gremios de propietarios rurales vigilaba con celo y denunciaba sin piedad a cuantos se atrevieran a robar pastos y frutas en los secanos de El Paso y transgredir los límites de las propiedades por si solos o con sus ganados.
Los dos chicos hacían lo mismo, coger pencas tiernas de las entonces cuidadas tuneras, para llevarlas de alimento a las cabras criadas estabuladas en los corrales de cada casa, y las cogían donde las encontraban, solo sabían que no podían llegar con las manos vacías a sus respectivas casas. El implacable Guarda Rural efectuó la denuncia de estos dos casos ante el Juzgado en que era titular J.P.M.P. y los progenitores de los púberes denunciados supieron que la cosa iba en serio cuando a la casa de cada uno llegó la citación para acudir en fecha y hora al Juzgado donde el recto juez iba a impartir ejemplar justicia.
Raudo, el padre de uno de ellos acudió al corral de sus cabras, una de ellas estaba parida y tenía dos crías que, si bien aún no alcanzaban los reglamentarios ocho días del sacrificio, ya servían para ayudar a la defensa del cargo imputado a su hijo. Cercenó el cuello de uno de los baifos, sacó el cuero y lavó la vianda colocándola con esmero en la mejor cesta de varas de la casa sobre un fondo de olorosos helechos y la llevó servil a la casa del Juez justo la tarde antes de la mañana de autos, cuidando que este no estuviera en la misma, pero advirtiendo a su sirvienta que no olvidara decirle quién le había llevado tan delicioso manjar.
Vestido de oscuro y con el más severo de sus semblantes, flanqueado por el Secretario del Juzgado, J.P.M.P. observó desde el elevado sillón que realzaba su cargo al temeroso y apocado niño que penetraba en la estancia a llamada del Secretario. Era indudable de quién se trataba pero J.P.M.P. quería asegurarse más: ¿Quién es tu padre mi niño? La imperceptible voz del púber fue suficiente para certificar que no era el del baifo.
Bajando del estrado el juez miró fijamente a la temblorosa criatura y, agarrándolo por los hombros lo sacudió con ira mientras le gritaba a la cara “Desgraciado, yo te voy a enseñar a respetar la propiedad privada”, luego giró hacia el Secretario y autoritario le dijo: “Cincuenta pesetas de multa, el máximo, lo que le quepa”. El niño salió de la estancia con un llanto ahogado, bajito, casi imperceptible y aún oyó gritar al Juez a su espalda “Y llámate callado que no te pego un bofetón”.
El segundo niño entró en la estancia, desde afuera lo había oído todo, temblaba, se arrimó a la puerta para no caerse, mientras, sintió que una cálida y paternal mirada lo envolvía. J.P.M.P. bajó del estrado con paso suave y tierna sonrisa, se acercó al asustado e imberbe reo y con la más compasiva de sus caras, exclamó: “Angelito –acarició el pelo del niño y agregó- propenso a enfermarse una criatura de estas”.“Anda, mi niño, camina para tu casa”. Una vez que el chico, raudo, hubo marchado el Juez volvió a dirigirse a su desconcertado Secretario diciéndole: Lo hizo girar amablemente en dirección a la salida y, dándole unas palmaditas en la espalda le dijo: “Por la cuenta que a Vd. le tiene, asegúrese de que el muchacho no vaya a quedar con una tara por vida al hacerlo venir al Juzgado por una bobería”.